Me reconozco en la infancia, siempre llena de juegos.
Me recononozco incluso en aquel lenguaje, diferente y por aquel tiempo denostado, que nos sorprendería ahora de escucharlo.
Era el tiempo en la escuela de las conjugaciones y los maestros con la bata en la mano. De los pantalones cortos y las zapatillas de lona gastadas. Tiempo de poner trampas a los pájaros, losas y lazos. Tiempo de monaguillo y de tocar las campanas. Tiempo de entrar en casa del vecino como si fuera tu casa. Tiempo de tocino y de patatas. Tiempo en que los vecinos eran tíos y todo el mundo te mandaba. De saludar a los mayores y de ayudar en casa. De llamar con el cuerno a las cabras por las mañanas. Tiempo de poca televisión porque escaseaban. De jugar al fútbol en la carretera de tierra cuando teníamos balón, los de goma también valían.
Tiempo de juegos tradicionales. El principal las canicas, que nosotros llamábamos “jugar al gua”. El pati, que era una versión de la rayuela. El marro. El pañuelo. El bote bolero. La peonza. El escondite. La taba. Las chicas también jugaban a la comba y la goma.
Me reconozco en el bullicio triunfante de una bandada de voces que corren por las calles. Tomábamos plazas y calles. Cualquier sitio valía. Todo el pueblo nos pertenecía. Todo el pueblo era un campo de juego.
Era el tiempo de los juegos perfectos.
De aquel tiempo nos quedan las noches que siguen siendo hermosas, llenas de estrellas y constelaciones y algunas canciones que aún entono.
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